Las Rosas, La Gomera
13 de Diciembre de 1944

María se sabía hermosa: se lo decía el espejo de las aguas cristalinas del manantial y los ojos de los jóvenes del lugar. También era respetada por las gentes del pueblo, como si la considerasen una joya. Para ella eran los mejores trozos de carne, las almendras con gofio, la leche recién ordeñada, el café traído de la lejana América y los ramos que elaboraban las viejas campesinas con las flores más hermosas.

Por ésta causa las preguntas se amontonaban en la cabeza de María, riñendo entre sí como niños perdidos en una gran ciudad. Cierto es que sólo sufría durante la noche cuando no tenía cerca a las viejas, cuyos relatos y santería le espantaban todos los malos presagios. Sin evitar que ella se sintiera algo más que una niña, a pesar de contar con una edad que debía empujarla a jugar con sus compañeras o a iniciarse en los coqueteos ante los muchachos más guapos.

La respuesta a todos los interrogantes que María se hacía llegó una mañana de invierno, en compañía de los caciques de Agulo y Hermigua. Los dos señoríos, montados en bellísimos carros alemanes, vestían blanquecinas chaquetas y unas ropas de una calidad y un tacto que jamás había conocido en su vida... Todos, menos ella, sabían el motivo que los habían arrastrado aquí.

El sol se había escondido más allá de los trigales y la marea de verdes y violetas jugaba a teñir las flores y las ramas de las palmeras; era el perfecto escenario para un duelo sin condiciones. El honor de Manuel “El Grande” de Hermigua, enfrentado al orgullo de Miguel Santos de Agulo. Las espadas en todo lo alto refulgentes. Pero era en los ojos de ambos donde se mostraba el mayor de los fuegos; ése que es alimentado en la fragua del codiciado trofeo: la dulce María.

Nadie les tuvo que dar la señal para que iniciasen el ataque, ya que al unísono se lanzaron el uno contra el otro blandiendo los machetes, casi alfanjes, dispuestos a descuerarse las zonas más vulnerables de sus cuerpos. Cien golpes esquivaron con movimientos precisos; y otros cien fueron a parar en las ropas hechas andrajos.

Ciegos de odio y de venganza, cubiertos de sangre y con todos los huesos materialmente quebrados, no se habían dado cuenta que María presenciaba horrorizada la escena. Y cuando el acero templado de Manuel cercenó la quijada del caído Santos, de verdad que se formaron nubes grises en el cielo y el día llamó a la noche, acaso queriendo acortar el tiempo que iba a necesitar el vencedor para curar sus heridas. Dado que Manuel se encontraba sin fuerzas en el suelo y malherido, susurró:

-¡Ha merecido la pena... Esa María será mía... Solo yo tendré derecho a su vida... y a su cuerpo...!

Estas palabras, aunque algo débiles, fueron a oídas por los concurrentes del lugar. Y dado que todos conocían lo que pretendía decir el viejo cacique, volvieron sus miradas hacia María, la cual se limitó a decir:

-Triste destino mi vida...

Minutos después, cuando las santiagueras le estaban curando los daños ocasionados en sus carnes, Manuel se levantó lánguidamente y empezó a abrirse paso entre la gente hasta acercarse a María. No gimió, aunque sí suspiró con fuerzas al sentirse las heridas abiertas después del esfuerzo... ¡Y entonces las mismas santiagueras, que siempre habían dedicado a María su atención y ayuda, la inmovilizaron cogiéndola por los brazos y las piernas!

El viejo cacique apenas sonrió, debido a que su mente estaba recordando el duelo a muerte que había librado minutos atrás, por la recompensa que tenía ahora delante. Poco más tarde, todo volvió a la normalidad. Los viejos del pueblo ya pudieron contar las monedas de oro y las ancianas reclamarse la satisfacción ante las puertas de las tiendas; mientras, María era conducida, en contra de su voluntad, a su nuevo destino...


Publicado por La Guarida del Dragón on miércoles, 22 de julio de 2009
categories: edit post

1 Responses to María

  1. Mr Blogger Says:
  2. Cruel destino, que manejas vidas y voluntades, riquezas y traiciones, sentimientos y pasiones...